Gorrión

Un texto de Villafañe, Javier. 
Historia de pájaros. (1957) Emecé Editores

Sus abuelos vinieron de lejos, en barco.  Los trajo en una jaula un cervecero suizo-alemán, un tal Biekert.  En la aduana, para desembarcarlos –eran  varias parejas con algunos pichones nacidos en alta mar– le  exigían el pago de un arancel.  Al cervecero le pareció ridícula la suma pedida.  No quiso discutir.  Soltó los pájaros y dijo:

– Todos juntos no valen un cobre.  Que regresen a Europa si quieren.

Y bajó del barco con la jaula vacía.

Este episodio ocurrió en el puerto de Buenos Aires en el año 1871.

Los gorriones, libres, volaron sobre el río de la Plata.  Desde el aire vieron unos arbolitos verdes en la ribera, unas casas con los frentes pintados de rosa, unos nidos de hornero, unas carretas en fila, el campanario de un templo y una veleta girando.

Les gustó la ciudad y descendieron.  Cuando picotearon los primeros granos caídos en la arena ya tenían cara de ciudadanía.

Entraron al país sin pagar derecho de aduana.  ¿Qué iban a pagar estos pillos que saben burlarse de las tramperas y esquivar los hondazos, que duermen y anidas en los bolsillos de los espantapájaros y caminan por las calles con el andar insolente del orillero!

En Buenos Aire tuvieron sus hijos, sus nietos; en pocos años –se pueden contar con los dedos-, se desparramaron a lo largo de toda la República, de norte a sur, de este a oeste, como el territorio les fue quedando chico invadieron los países vecinos.

Aplicaron la ley del más fuerte y expulsaron de la ciudad, corriéndolos al campo, al chingolo, a la ratona, al misto.

Gordos, panzones, comen con la misma avidez todo lo que tienen al alcance del pico, ya sean grandes insectos, frutas o carne.  Para ellos el comer no ocupa lugar; ésa es su filosofía.

¿Cantar?  ¿Para qué?  Saben que el pájaro cantor tienta a la jaula, y para entenderse les basta y sobra con las dos o tres notas de su destemplada música, que se extiende y dulcifica cuando el macho enamorado llama a su hembra.

Hacen nido en las cornisas, en los huecos de las paredes, en los tejados, en los árboles, o sin pedir permiso se instalan en el de otras aves y ponen unos huevos de color blanco con manchas castañas.

Tienen sus apologistas y sus detractores. La opinión pública está dividida en gorrionistas y chingolistas.

Para los primeros, son pájaros útiles por la cantidad fabulosa de insectos que devoran (se calcula que una sola pareja llega a comer en un año más de doscientos mil insectos) y los protegen poniéndolos en los árboles y en los techos de las casas -como tienen en París y en Londres- cajitas de madera para que puedan vivir y anidar.  En cambio, otros -lógicamente los chingolistas- los acusan de inútiles, malos cantores y dañinos, y piden su cabeza por los perjuicios que ocasionan con los frutales y cosechas.  Ellos fueron los que organizaron en la provincia de Mendoza, en el año 1937, con el pretexto de defender los viñedos, una campaña para exterminar al gorrión, y durante una semana, del 9 al 14 de agosto, desparramaron granos envenenados por los campos y en los paseos públicos, que los gorriones o pásulas, como también se les llama, apenas si los probaron.

Eduardo L. Holmberg, en Aves libres en el Jardín Zoológico de Buenos Ayres (Revista del Jardín Zoológico, año 1893), trata al gorrión de entremetido y sinvergüenza, y por los grandes daños que causa pide la guerra a muerte a este gringo intruso “cuyo canto no vale un centavo”, que desalojó al criollo chingolo, y es tan desfachatado -son sus palabras- que en las calles de la ciudad hasta se mete por debajo de los carruajes.  Y recuerda el caso de un cura que veía con gran dolor cómo los gorriones le devoraban el granero; entonces, para ahuyentarlos, hizo un espantapájaros con un viejo levitón y un sombrero raído.  Lo dejó de guardia en el medio del granero y se marchó seguro de que los gorriones iban a asustarse y huir al ver a ese extraño e inmóvil caballero.  Al poco tiempo apareció el cura, encontró el granero sin granos y halló en los pliegues del levitón y en las alas del sombrero varios huevos de gorriones.

¡Guerra pues, al gorrión!  -termina diciendo Holmberg.  ¡A la sartén los pichones!  ¡Abajo los intrusos inútiles e hipócritas que hacen sus nidos hasta en los faldones del viejo levitón del buen cura!”

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