Joven, desconfiado pero curioso, el Diucón se escondió entre el follaje del ñire de casa. Desde allí observaba con atención mis movimientos. Yo lo escudriñaba atentamente porque me intrigaba su condición: no veía colores definidos, su vuelo elástico era indeciso, capturó un insecto volador y no lo deglutió de un bocado como suelen hacerlo sino que dió varios picotazos al aire...
Coincidimos en el patio casi por casualidad. Fue la tarde más calurosa de este verano y salí a tomar unos mates al patio.
El Diucón mostraba en vez de su barba prolija un revoltijo de plumas que lucía desarreglada, casi desaseada. Se quedó mucho tiempo allí o, nos quedamos mucho tiempo allí mirándonos, contemplándonos. La luna incluso se arrimó a mirarnos con curiosidad.
Por fin nos decidimos y dejamos de observarnos y comenzamos a disfrutarnos mutuamente. Yo sonreía con cada uno de sus movimiento y él giraba a uno y otro lado y hasta cambiaba de rama buscando mayor comodidad.
Al largo rato decidimos separarnos. Él voló hacia los matorrales, yo comencé a encender un fuego.
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