“¡Por fin la Patagonia! ¡Con cuanta frecuencia la configuró mi imaginación, anhelando visitar ese páramo que yacía distante, en su paz primitiva y desolada, no hollada por el hombre, y extraña a la civilización. Ahí estaba, extendiéndose ante mi mirada, el desierto impoluto, antiguo hábitat de los gigantes, cuyas huellas, vistas en las arenas de las playas, sorprendieron a los hombres de Magallanes. Del asombro ante esos enormes pies surgió el nombre de Patagonia. También allí, hacia el interior, se hallaba Trapalanda y el lago custodiado por un espíritu, en cuyas márgenes se levantan los almenados muros de aquella misteriosa ciudad, que tantos han buscado y a la que nadie llegó. Pero no fue la fascinación por esas viejas leyendas, ni el magnetismo del desierto, sino la pasión de ornitólogo la que me condujo a ella”.
“Antes de que la nieve hubiera cesado de caer, con el cielo azul sonriendo de nuevo, me encaminé por el barroso sendero a casa. Bajo el brillo del sol, el blanco manto comenzó a mostrar surcos anchos y negros, y a poco la tierra había recuperado su apariencia habitual: el alegre gris verdoso
azulado que es, en toda época, el uniforme de la naturaleza en el norte patagónico. Al mismo tiempo, desde los arbustos espinosos, los pájaros volvían a sus cantos. Si las aves no superan aquí a las de otros lares por la dulzura de sus voces, ni por su compás y variaciones, es por su constancia, sin duda, que se ganan el premio. En primavera esas notas son incesantes; es un coro conducido por una incomparable cantante, la Calandria Real, que llega con el estío. Aún en los meses más fríos del invierno, cuando el sol brilla, los graves arrullos de la Paloma Manchada, tan llenos de tristeza, y los más suaves suspiros o lamentos de la Torcaza, contienen un dejo silvestre que nos llega desde los sauces deshojados que bordean el río. Mientras, entre las frondosas mesetas, se escucha el fraseo de los pájaros, y en especial el del Cabecitanegra Austral. La Loica Patagónica, canta en los días más fríos, cuando el tiempo es desapacible. Asimismo, ni las jornadas más lluviosas pueden desafiar a las Diucas, cuyo canto, brindado individualmente, es un verdadero concierto. La Calandria Grande es más infatigable aún y guareciéndose de las frías ráfagas, continúa hasta más
allá del anochecer, emitiendo los melódicos trozos de un interminable repertorio. Su canto parece serle tan necesario como el alimento y el aire. Días tibios y hermosos suceden a una nevada. Al levantarme, cada mañana, podría exclamar con el poeta: ¡Oh, don de Dios! ¡Oh, día perfecto!
Nadie debería trabajar, sólo gozar.”
William Henry Hudson, “Días de ocio en la Patagonia” citado en Izurieta T. y M. Babarskas Aves de la Patagonia, Guía para su reconocimiento, Vazquez Mazzini Editores, 2001
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