Observando aves



Foto: Martin Hardoy
Cada mañana al levantarnos, las aves nos reciben con su canto. Los trinos sencillos de las aves patagónicas invitan a saborear el mate tempranero. Uno puede encender la cocina, poner la pava, preparar un mate amargo o dulce y afinar el oído para distinguir los cantos de las aves.
El Fíofío silba un lastimero “frrrio” desde los árboles, los zorzales cantan en los matorrales, los chingolos con sus “tuit… tuiooo…” declaman su territorio, los comesebos con su trino alegran la mañana. De paso, uno puede estirar la mano y tomar los binoculares – si los tiene – para mirar los pájaros por la ventana sin espantarlos demasiado.
Si hay unos minutos, uno puede salir a caminar con los oídos abiertos y el alma dispuesta a escuchar y mirar a estas bestias emplumadas que llevan su vida silvestre entremezclándose con nosotros. Incluso, en algunos casos, a pesar de nosotros y las jaulas en que los encerramos para  disfrutar sus cantos.
Por las tardes también podemos verlas y escucharlas. Es curioso como las aves toman forma, color y hasta personalidad cuando las observamos con mayor atención. El pico y las patas amarillo/naranja del zorzal, las rayas en la cabeza y el copete del chingolo, los colores llamativos de los comesebos y muchos otros detalles de aves que asoman por nuestras ventanas. Es cierto que las aves patagónicas por regla general son menos coloridas que las de la pampa o la selva misionera. Pero son sin duda igualmente disfrutables.
La observación de aves es una actividad sencilla, una invitación a la contemplación. Incluso hay momentos únicos en los que tomamos contacto con lo creado y en la intimidad del alma tocamos el cielo. 

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